Dentro de la evidente desgracia que ha sido para millones de personas en el planeta la pandemia por COVID-19, ha florecido un movimiento que llevaba germinando al menos dos décadas en México.
El uso de la bicicleta se convirtió en agenda prioritaria para hacer frente al fuego que nos está ahogando.
El jalón de oreja que nos dio el virus fue fuerte. Nos puso en la cara una realidad a la que habíamos visto sólo de reojo.
Somos un país obeso, contaminado, sedentario y con unas políticas públicas que sólo favorecen a cada una de esas condiciones.
¡Qué tal que no existía el derecho a la movilidad y seguridad vial! Apenas, en estos días, se está discutiendo en los congresos locales si lo incluimos en la Constitución.
Ciudadanía a favor de la movilidad
Les puedo contar de primera mano que el impulso para la construcción de ciclovías emergentes ha sido resultado de una reconciliación entre ciudadanía y gobierno.
Una relación de constante amor-odio que es común en las democracias.
Llegamos a la pandemia tras un largo recorrido de personas que estaban en el activismo y que fueron generando organizaciones y empresas sólidas enfocadas al mejoramiento de la movilidad urbana.
Activistas que hace 10 años pintaban ciclovías o banquetas, a mano y sin permiso, para exigir infraestructura segura.
Y que hoy asesoran a alcaldes, diputados o secretarías sobre cómo implementar ciclovías emergentes para salir de esta emergencia sanitaria.
También personas que dejaron a un lado el pensamiento que nos dictaba que un activista jamás debería ser funcionario público.
Hoy tenemos directoras a nivel federal y local que crecieron profesionalmente en aulas, pero también en la calle, haciendo ciudad.
Se dice que si siembras ciclovías crecerán ciclistas. Y es lógico. Si se ofrecen las condiciones de seguridad, uno podrá elegir el modo de moverse menos costoso y rápido para llegar de un lugar a otro.





